COLOMBIA, NOVIEMBRE 18 DEL 2017.
Mi nombre es Mónica Mendiwelso Bendek, soy Profesional en Estudios Literarios, especializada en Hermenéutica Simbólica, nacida en Bogotá, Colombia, en 1965, y dirijo un proyecto de Formación y Re-educación Humana Integrativa, creado en 1998, que se llama Escuela de Autoindagación. Soy persona afectada con el síndrome de hipersensibilidad a las radiaciones desde niña.
Los síntomas empezaron hacia los 7 años con dolores de cabeza, sangrados nasales, ardor visual y en piel y alteraciones digestivas. A esa edad tuve mi primer electroencefalograma con resultados normales.
A los 16 años, los dolores de cabeza se convirtieron en migrañas y un año después presenté una grave hepatitis, con evolución poco común, luego de la cual apareció edema corporal, desordenes menstruales, problemas gastrointestinales, sangrados digestivos, intenso dolor en el plexo solar y depresión. A los 17, un nuevo electroencefalograma estableció disritmia cerebral y fui diagnosticada con hipotiroidismo y esofagitis crónica.
Entre los 19 y los 23 inicié una afanosa búsqueda de informaciones y recursos terapéuticos. Gracias a la remoción de amalgamas dentales y la introducción de cambios mayores en mis ritmos de sueño, alimentación y ejercicio físico, logré la desaparición de la mayoría de los síntomas e incluso normalización de los resultados electroencefalográficos y de hormonas tiroideas.
A los 24, a pesar de la condición física general estabilizada, iniciando una actividad profesional altamente satisfactoria, surgieron infecciones recurrentes de vías respiratorias, que terminaban en largos períodos de afonía y disfonía, y la sensación de ardor en piel empezó a aparecer con la luz solar. Mi actividad profesional y los diversos frentes de la vida personal avanzaban positivamente.
Imaginaba que debía lograr revertir estas nuevas manifestaciones de la misma forma que había logrado hacerlo con la mayoría de las anteriores. Así que empecé una carrera que se extendió a lo largo de las siguientes décadas, buscando cómo modificar o atenuar las reacciones que el cambio del trasfondo electromagnético natural iba induciendo progresivamente sobre mi cuerpo. Para ese entonces no sabía que eso era lo que hacía, pero hoy sé que era así. Me dispuse a adquirir formación e información en enfoques médicos alternativos, prácticas psicoterapéuticas, técnicas físicas, prácticas físicoenergéticas, formación dietética y nutricional y encontré numerosos recursos, que mejoraron radicalmente mi condición, logrando una sensación cotidiana de vitalidad y fortaleza que se extendió por un largo tiempo. Sin embargo, bastaba estar en proximidad de fuentes de emisión mayores, como líneas de alta tensión, subestaciones eléctricas, o estaciones de transmisión de radio o televisión, para que el dolor abdominal, las migrañas y los sangrados reaparecieran. Aprendí a mantener distancia respecto a esas fuentes de emisión e implementé hábitos de vida en extremo saludables que asumí iban a ser mis aliados suficientes en adelante. No imaginaba que, en el 2002 (con 37 años), la multiplicación de la tecnología 3G y la proliferación del internet inalámbrico me iban a hacer salir abruptamente de la fantasía.
Repentinamente, era difícil levantarme en las mañanas, me invadía una sensación general de dificultad cognitiva, déficit de memoria y baja tolerancia al estrés. Mi mente –usualmente en extremo serena- empezaba a mostrar una irritabilidad permanente. El uso de lentes oscuros en espacios exteriores se volvió imprescindible. A 150 metros de mi lugar de residencia había una antena de telefonía celular que aumentaba en tamaño y potencia. El ardor en la piel se tornó en una insoportable, sensación quemante, ahora además extendida a lo largo de la columna vertebral desde la base del cráneo hasta el área sacra. El dolor sacro era tan intenso que me impedía permanecer sentada. Después de haber logrado una condición atlética por muchos años, perdí, en un par de meses, el 90% del tono muscular y se sumaron graves hemorragias vaginales y un mioma uterino que crecía velozmente. Los diagnósticos de entonces fueron: sacralgia, cervicalgia, anemia, síndrome de fatiga crónica. Terminé en una cirugía de emergencia en el año 2005.
El postoperatorio fue una experiencia difícil. Aunque había salido de la anemia y del mioma uterino, a excepción de los sangrados vaginales, todas las otras condiciones patológicas se intensificaron después de la intervención. Sorprendida por la lentísima recuperación postquirúrgica luego de cinco meses, y por el persistente nerviosismo, agotamiento y falta de tono muscular, tomé la decisión de irme a un lugar en el campo por treinta días. Una vez allí, tomé conciencia de sensaciones físicas adicionales que no percibía en el área urbana: el interior del cuerpo vibraba y mis músculos reaccionaban sobreexcitados al más pequeño estímulo, como si todo el organismo estuviera en alarma. A la semana de permanencia en el campo, la vibración disminuía, a las dos semanas, el dolor sacro mejoraba y ganaba en fuerza muscular y, a la cuarta semana, reaparecía el vigor físico al punto que me fue posible volver a trotar. En esta ocasión, ninguna intervención terapéutica había logrado lo que exclusivamente lograba el cambio de entorno. Empecé a comprender que en mi misterioso y súbito deterioro había un claro componente ambiental de naturaleza electromagnética al cual estaba respondiendo y que debía buscar con urgencia un espacio donde restablecerme.
No imaginaba que la tarea fuese a ser tan difícil. En la ciudad, era imposible encontrar un lugar a una distancia real de seguridad, en el campo las deficientes instalaciones eléctricas, los cercos de ganado y los corredores de transmisión de microondas eran un problema mayor. En el proceso de recibir diagnósticos insuficientes, ensayar lugares que resultaron no ser saludables y tratar de comprender lo que sucedía, mi condición se fue agravando progresivamente. Hice un episodio de 45 días sin dormir y mi sistema nervioso entró en una crisis de otro nivel. Tuve que empezar a tomar medicamentos para dormir. Completaba varias docenas de trasteos sin encontrar un lugar que no generara agravamientos y todavía no entendía completamente cómo debía enfocar mi búsqueda. En cualquier lugar me tropezaba con obstáculos invisibles, incalculables a partir de una simple inspección ocular y mi organismo respondía adversamente a un espectro cada vez más amplio de frecuencias. Por ese entonces no tenía los instrumentos para establecer a qué fuente de emisión estaba reaccionando en cada oportunidad, solo me daba cuenta que no podía dormir y que el sistema nervioso empeoraba. Había que adquirir la formación para visibilizar el hábitat electromagnético, importar aparatos, aprender a hacer mediciones, teniendo que usar en ocasiones instrumentos no siempre tolerables dada la condición de hipersensibilidad. Las personas que desarrollamos el síndrome, al salir forzadamente de nuestros hogares buscando alternativas, nos vemos enfrentados a la eventualidad de equivocarnos de múltiples maneras –con el impacto sumatorio que ello tiene sobre nuestro organismo-, antes de empezar a acumular un saber.
En el 2009 logré establecerme parcialmente fuera de la ciudad de Bogotá. La modificación en el ardor, el dolor abdominal y la respuesta del sistema nervioso era evidente cuando cambiaba del lugar con baja exposición al apartamento en la ciudad. Pude volver a dormir sin medicamentos y continuaba adelantando tratamientos para restablecerme. Seguía creyendo que debía haber recursos terapéuticos adicionales y encontré en la quelación de metales pesados una terapéutica que aportó beneficios sustanciales a mi recuperación neurológica, sin embargo, lo único que producía cambios radicales, sostenidos, era la implementación de medidas de evitación cada vez más estrictas a la exposición a campos electromagnéticos en todas las frecuencias.
Por esa época los testimonios en internet de las personas afectadas se multiplicaban y nosotros mismos éramos los primeros en sorprendernos de la similitud de nuestros síntomas, experiencias y perplejidades. Accedí al testimonio del Dr. Carlos Sosa de Medellín, médico colombiano que había desarrollado el síndrome y a través de su generosa amistad me adentré en un mundo que al principio pareció aterrador y que no sabía cómo asimilar. Éramos millones de personas afectadas, huyendo de un lugar a otro y había miles de miles de documentos de literatura científica que asociaban la exposición a radiofrecuencias y microondas con efectos sobre la salud como los que estábamos presentando. Se venía dando una batalla mayúscula en el mundo de la que nadie hablaba: ni las academias de medicina, ni los gobiernos, ni los medios de comunicación. Un intenso debate sobre el tema llevaba décadas de evolución sin que los ciudadanos hubiésemos sido informados. Voces académicamente incuestionables decían en todos los idiomas que era urgente revisar los estándares de exposición autorizados y avalados por la OMS. La integridad de la OMS se encontraba y se encuentra seriamente cuestionada.
Desde finales del 2012 vivo refugiada en un área veredal de la Cordillera Oriental de Colombia en el Departamento de Cundinamarca. Actualmente tengo diagnóstico de Encefalopatía Tóxica, Hipotiroidismo, Disautonomía, Inmunodesviación y agotamiento suprarrenal; como tantas otras personas lesionadas, debo cumplir permanentemente rigurosas medidas de higiene electromagnética. Lamentablemente, desde el 2016, el despliegue urbanístico en este sector y la ya innegable adicción social a los dispositivos inalámbricos, ha hecho que señales potentes empiecen a rodear nuevamente mi lugar de ubicación.
A esta altura, mi cuerpo no alcanza la recuperación que lograba años atrás ubicada en una zona de menor exposición. Pareciera que el daño acumulativo sobre el sistema nervioso ha llegado a un punto irreversible. La disautonomía me genera alteración de los ritmos del sueño y los ritmos cardíacos y respiratorios. Tengo hipersensibilidad a los estímulos visuales, auditivos y olfativos y persisten los dolores quemantes en la totalidad del sistema nervioso. Si intento salir de la zona de baja exposición que habito, hago sangrados, edema, dolor de cabeza, bradicardia, alteraciones motoras y cognitivas y la sensación quemante generalizada llega a ser intolerable.
Aunque he dado una larga batalla para preservar mi organismo ante las agresivas modificaciones del trasfondo electromagnético natural, considero que me ha sido posible tener una vida con altos niveles de realización y propósito; sin embargo, anticipo, con honda preocupación que la irracional y omnipresente implementación inalámbrica va a impedir, a muchos de los que hoy atraviesan la vida prenatal y la infancia, hacer un balance similar, llegados a la edad adulta. Hago esta aseveración basándome en mi propia experiencia, en la observación de los numerosos jóvenes y niños que ya presentan reacciones de gravedad, y en la comprensión de la tragedia silenciosa que constituye la acelerada desaparición de lugares de baja exposición.
El Síndrome de Hipersensibilidad a las Radiaciones es real y lo seguirá siendo, aunque su existencia sea incómoda para la industria, para los gobiernos y para todos aquellos que consideran que no existe futuro de la sociedad global que no pase a través de los desarrollos tecnológicos inalámbricos. En los albores del siglo XXI somos hombres, mujeres y niños despojados completamente de nuestros derechos fundamentales. En medio de la resistencia oficial a admitir nuestra existencia, hemos perdido el derecho a la salud y a recibir atención médica adecuada, el derecho a la educación, al trabajo, a la comunicación, a una vida afectiva en condiciones de normalidad; hemos perdido el derecho a desplazarnos por los espacios públicos y a habitar el lugar del territorio nacional de nuestra elección; perdimos el derecho a viajar y a conocer lugares y personas; nos es permanentemente arrebatado el derecho a la propiedad (porque en cualquier lugar el Estado o los vecinos pueden modificar una y otra vez las condiciones de radiación mínima que hayamos construido). Se ha vulnerado nuestro derecho a la libertad porque vivimos en exilio no elegido, cercados por barrotes invisibles, y a menudo obligados a permanecer detrás de muros de atenuación y apantallamiento, como única opción para proteger nuestra integridad física.
Hemos sido despojados de nuestros derechos, progresiva y sencillamente, por medios invisibles, sin que nos hubiésemos dado cuenta de ello, sino hasta que fue demasiado tarde. Nadie podrá devolvernos lo que nos han arrebatado.
Somos muchos y cada día somos más. Con el salto de las generaciones las manifestaciones adversas se desarrollan más tempranamente, son de mayor gravedad y las condiciones que llevan a la inhabilidad laboral son más tempranas.
Ahora que este problema ha llegado a convertirse en demandas en los estrados judiciales, los Estados pagarán por la demora en sus decisiones y por haberse sumado a la estrategia de la industria de continuar distribuyendo y comercializando productos, a pesar del conocimiento de sus efectos adversos. Los funcionarios internacionales y nacionales que a sabiendas de la evolución de la sospecha de la probabilidad de daño, han sido cómplices sucesivos de las implementaciones continuadas en todos los países, amparados en los estándares avalados por la OMS como organismo supranacional, deberán llegar a responder con su propia persona y patrimonio por las acciones y decisiones en las que han estado comprometidos. Si no reducimos a la mayor brevedad los estándares de exposición autorizados, la humanidad entera pagará en cifras de no productividad, carga social por inhabilidad o enfermedades neurológicas tempranas, y muerte prematura.
Atravesamos una época crucial. Se está poniendo a prueba la adhesión real de nuestras sociedades a la verdad, la racionalidad, la libertad y la justicia. No se puede ocultar por más tiempo al gran público lo que ya es claro para la comunidad científica internacional respecto a las consecuencias de la radiación no-ionizante sobre la salud humana en los estándares de exposición actualmente autorizados. Quienes hemos sucumbido a los efectos de la radiación sabemos que deben emprenderse acciones inmediatas, relacionadas con la preservación de la integridad física y psicológica de quienes ya han enfermado; acciones urgentes vinculadas con la información oportuna para aquellos que presentan efectos incipientes; divulgación científica transparente para aquellos en posibilidad de implementar medidas de precaución; y, por sobre todo, acciones prioritarias para garantizar que la integridad de los niños -y especialmente su desarrollo neurológico-, no sea vulnerado o modificado, por factores externos, desde antes de su nacimiento, en cumplimiento a nuestro sagrado deber intergeneracional.
Es altamente posible que las personas que hemos desarrollado el síndrome constituyamos una alarma para la humanidad en su conjunto respecto al riesgo que representa la grave modificación –aún mayor a todas las otras conocidas- que estamos introduciendo en el delicado equilibrio biológico que nos sostiene y sustenta en este planeta. Los ecosistemas, y los organismos dentro de ellos, responden constantemente a las variaciones que suceden en el medio ambiente electromagnético. Nuestras funciones vitales dependen de la captación y sincronización con esas variaciones y nuestro cuerpo se ha desarrollado para percibirlas. En un corto periodo -el último siglo- el hábitat electromagnético en el que evolucionó la vida por millones de años ha sido completamente modificado por la intervención humana y esto puede tener consecuencias incalculables.
Acaso detrás del drama de tantas vidas afectadas y tal vez de su pérdida,1 estemos descubriendo un derecho y un deber superior que ignorábamos: el derecho a demandar la conservación de las condiciones electromagnéticas de las que depende el normal funcionamiento de nuestra biología y el deber de preservar esas condiciones sobre cualquier otra consideración. No podemos perturbar impunemente este otro mar de la vida que nos rodea, y del qué probablemente dependemos más íntima y esencialmente de lo que nos es dado imaginar. Mientras los que aún no se han enfermado dudan y los que ya se han enfermado perecen, el reloj para nuestras sociedades corre en nuestra contra.
MÓNICA MENDIWELSO BENDEK
C.C. 51.803.220
Colombia, 18 de noviembre del año 2017.